Andamana vivía al final de
una empinada cuesta en un populoso barrio portuario. Tenía una casa terrera que
en sus orígenes fue un solar y con el
paso del tiempo devino en una suerte de mini urbanización donde cada
descendiente fue levantando las paredes de pequeñas pero acogedoras viviendas.
Andamana era una mujer
familiar, una auténtica matriarca. Había tenido nueve hijos, dos hembras y siete machos, amén de dos abortos que se
produjeron en los primeros meses de embarazo cuando ya pasaba los cuarenta.
Andamana era una auténtica
madre coraje si bien su valentía y poder se reservaba para el ámbito privado. Era
algo así como el pegamento que unía los trozos rotos del vínculo familiar
cuando, según ella decía, la pasión venía
antes que la razón.
Andamana era muy guapa;
tanto que de joven en el barrio decían de ella que mandaba las coles a la plaza.
Casó casi adolescente con un marino que le llevaba diez años y creció deprisa. Floreció
pronto y fijos los pies en el suelo, la cabeza se dirigía hacia las estrellas
que contemplaba primero, sentada en una silla cuando el piso era el polvoriento
descampado y después, desde una cómoda terraza, arrullada por el balanceo de la
mecedora que sus primeros nietos decidieron regalarle, en una de su numerosas
onomásticas celebradas.
Andamana era coqueta pero no
gastaba dinero en cosméticos ni pinturas. Tenía la habilidad de atusarse el
pelo de tal forma que encuadraba su rostro de forma armoniosa confiriéndole un
ligero aire de heroína romántica.
Andamana sentía especial
predilección por los descendientes que
tanto hijos como hijas le habían dado a lo largo de varias décadas. Le gustaba
especialmente hablar con quien, a su juicio, tenía la llave del futuro, la juventud. Fue,
precisamente, en una conversación con
dos de sus nietas en medio de la cual, las chicas se empeñaron en maquillar a la
anciana, cuya vitalidad desmentía su edad , que al escuchar a una de ellas explicarle
con total naturalidad que la clave para realzar la belleza del rostro estaba en
marcar bien el cheek bone ( o chicboun como ella escuchó) cuando la venerada
dama soltó una carcajada, dejando en
shock a las chicas, al no entender el motivo de esa reacción sospechando que la
viejilla empezaba a descontrolarse.
Andamana paró de reír, cuando
pudo y tras comprender que los términos anglosajones se referían a lo que se
llamaba pómulo, miró a las mujeres en ciernes que aún atónitas tenía delante,y
les dijo
-“Ni chicboun ni porra…el
mejor realce del rostro es entrenarse en extender los polvos de la felicidad, ser
consciente de la sombra que reflejarán tus ojos y optar por el carmín de los
que dejan huellas hermosas en el cuerpo
que besan.Da igual chicboun más o menos marcado. La cuestión es siempre contar
con una buena mascarilla de alegría, aceptación y delicadeza para acariciar el
órgano más extenso que posee el ser humano, la piel, tanto propia como ajena.”-
Buena semana.
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