domingo, 19 de febrero de 2017

nº 188. PUNTOS DE ATERRIZAJE

Orestes decidió celebrar su cumpleaños con alegría y generosidad. Estaba contento. Había concluido una década más de vida; y ya iban tres. El día se presentaba, como era habitual, lleno de compromisos laborales y familiares. Aún así, cuando el reloj llegó a la frontera de las once, hora en la que había nacido, respiró intensamente y se contempló en el cristal de su oficina que le devolvió la imagen de un rostro que, de algún modo, parecía recién parido.
Orestes sentía que acababa de nacer y por eso tenía ganas de llorar y reír a la vez, confundiendo los gestos en una mueca indescriptible pero de la que no quería salir. 
Orestes era feliz. En los últimos años había transitado por los abismos de la tristeza; y repuesto tras su crucero emocional, había regresado descansado, ligero de equipaje, dejando atrás los kilos de angustia con los que se hiciera a la mar.
Orestes cambió su peinado, su forma de vestir e incluso se permitió la barba que enmarcara ese nuevo mirarse, otrora impensable. En sus pupilas se asomaba la vida en su versión risueña y por fin, pudo dejarse ir sin temor a los moretones que las caídas futuras le producirían pues ya le acompañaba el eficaz Trombocid vital que él llamaba los tres pies de aterrizaje.
Orestes sabía que cuando se imponía tomar tierra era mejor estar con el morro alto y reducir la velocidad para responder con eficacia ante cualquier imprevisto. También comprendía que había que mantener una posición triangular para no perder el equilibrio y que el contacto con la nueva realidad fuera menos catastrófico.
Orestes fue criado en el seno de una familia sobreprotectora para quien el mundo era un lugar peligroso que se combatía con el control, la minuciosidad, el orden y la limpieza; sin excepción. 
Orestes no había aprendido la danza del caos y de repelente en su primera infancia devino en pelota de mayorcito, buscando una relación que le suministrara la opinión propia de la que carecía y le enseñara su valía a través de las máscaras del amor. Familiarizado con la desconexión de las propias necesidades, se centró en las ajenas sintiendo que de esta guisa no era egoísta; de esto, él no era consciente porque simplemente, no era. 
Orestes pasó mucho tiempo dibujando con precisión perfiles ajenos, no solo por su profesión de ilustrador, sino por el desconocimiento de los parajes de su corazón, que a pesar de las parejas habidas, estaban por desbrozar. 
Orestes cuando besó el polvo la última vez supo que tras levantarse sus futuros derrumbes no le dejarían en modo escombro; buscó y halló su identidad, exploró otras normas y valores distintos de los de su asfixiante entorno familiar, fue marcando distancias saludables con sus progenitores desde las que explorar las costas de su sentir, se permitió , liviano, incluso decir sí, no, o viceversa siguiendo el impulso de las entrañas, sin responsabilizarse más allá de lo razonable del efecto de sus palabras en quien las recibiera.
Orestes se marcó un objetivo: construir su felicidad sin delegar en la acción del peritaje ajeno.
Orestes desde entonces adelanta el puño para señalar su meta, empuja el cuerpo hacia ella, fija el talón del pie delantero tras avanzar en la dirección marcada , coloca el pie que ha quedado atrás y recupera la postura de estar alerta para añadir un nuevo ladrillo a su construcción. Y en su edificar acompaña y está entrañablemente acompañado.
Orestes celebra su cumpleaños, celebra su vida. Buena semana.






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