Pablo sale a la calle una mañana de
abril. Hace bueno. El sol tibio besa su rostro con dulzura. La plaza por la que
pasea está recién limpia. En el aire trota y después cabalga un penetrante y
sabroso olor a café.
Pablo persigue el aroma que le hace
salivar como si de un perro de laboratorio se tratara, anticipando el alimento
placentero.
Pablo pide un café expreso y continúa la lectura que le acompaña desde
ayer. Lee sobre la imposibilidad de
ocultar por mucho tiempo lo que te roza el alma. Saborea las palabras con la
boca húmeda y fiel al metodismo caótico,
como llamaría en cierta ocasión su mujer a esa manera suya tan peculiar de coser palabra a recuerdo, inicia
el recuento de las muescas que le legaron los últimos roces de su alma.
Pablo no necesita batiscafo para ser
consciente de la profundidad de sus abismos. Se percibe trajinado por la vida;
por momentos, enroscado en alguna caricia prudente o temeraria; por momentos,
margullando en el mar del sinsentido que le ha llevado a descubrir la belleza
oculta en tantas grutas profundas; por momentos, rebozado en la eficacia, el
éxito, el reconocimiento, que en más de una ocasión le han dejado crudo por
dentro.
Pablo
recuerda la mirada agonizante del moribundo al que asistió en la última
noche de guardia. Sintió, una vez más, en la pupila que se despedía ,el proyectil que
se clavaría en un hueco de su ser donde hallaría asilo temporal o eterno, a
saber.
Pablo recibe con deleite el café
humeante que tomará como si participara del más sagrado de los rituales. Y lo
hará solo, que no en soledad. Es la ocasión para la que reserva su silencio, la sabiduría ajena en forma de escritura
y la mirada clarificadora de la introspección más intuitiva. En estos momentos
es todo nariz. El mundo, externo e interno, troca en fragancias que, pasado el instante,
encajarán en palabras de manera más o menos ajustada. Pero ahora, al rozar su
lengua ese amargo y oscuro deleite, la vida es efluvio intenso.
Pablo
avanza por ”El cáliz de Corinto”
de Domingo Fernández Agis y el vaho se
va vistiendo con vocablos que serán los cimientos de recuerdos futuros. El café deja paso al agua fresca con
una rodaja de limón en la que lo agrio mengua. Hace rato que la vista ha recuperado
su pedestal y desde la atalaya observa en la lejanía cómo el olfato principia la hibernación.
Pablo en apariencia, claudica, pero
solo es una rendición temporal. Reproduce en voz alta las líneas que en el
libro que le acompaña concluyen un diálogo de lúcidos amantes y donde se otorga categoría de identidad a la palabra. No puede
evitar cerrar los ojos, y mudo, inspirar
profundamente. Buena semana.
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