domingo, 30 de octubre de 2016

nº 173. El FIN NO ES EL NIF.

Tamogante se envolvía con el manto de la melancolía cada vez que llegaba noviembre. Tal vez fuera porque se acortaban los días merced a un ajuste horario que no terminaba de aceptar. Tal vez por ser la antesala del mes que finiquitaba el año. Tal vez porque noviembre principiaba con el recuerdo de los fallecidos, queridos u odiados. Tal vez porque para ella significaba pensar en el fin.
Tamogante tenía serias dificultades para concluir ya fueran tareas, obligaciones o devociones. Ella nadaba con más soltura en las aguas del inicio.
Tamogante tendía al momento en el que se prende la mecha. Después, poco le importaba cómo acabara de consumirse el pabilo. Le fascinaba el instante en el que la luz, aún diminuta, iluminaba la negrura. Si de ella dependiera, con cada día, nacería no solo cada jornada sino cada semana , cada mes, cada año, cada lustro, cada centuria, cada milenio ….. cada vida posible e imposible.
Tamogante no lograba encajar la última pieza del puzle vital que proporcionaría la visión panorámica de lo vivido. Al contrario, retrasaba, con premeditación y si se terciaba, alevosía,  la clausura.
Tamogante aprendió de pequeña a coser. Le enseñó su madre, veterana maestra en el ardilar aguja e hilo. Su progenitora perdía con frecuencia la paciencia ante la negativa de su retoño a remachar lo bordado. La hija esgrimía como justificación de su negativa su deseo de dejar la hebra a su aire, en libertad. La madre perpleja ante tales desvaríos se blindaba con el coselete del sentido común y la emprendía una y otra vez en vanos intentos por inculcar en aquella cabeza de rizos como caracolillos que toda tarea bien hecha había de lucir una buena conclusión.
Tamogante, ya ,mayor,  siguió sintiendo en lo más profundo de su corazón que en la vida el final es solo aparente; intuía que las personas somos quienes nos empeñamos en encorsetarnos en fechas de inicio y cese. Afirmaba que nuestros pasos no pueden estar enterrados en ataúdes virtuales y temporales.
Tamogante se guardaba para sí estos pensamientos y con el escepticismo que, fértil, había crecido en su interior asentía de forma automática a todo poner broches de oro de supuestas etapas vividas, echar el cierre a los afectos trocados en desafección, cerrar las heridas en tiempo y forma, experimentando una total indiferencia por todo atisbo de convencionalismo.
Tamogante se entrenó en el desapego inteligente de la exaltación del irremediable ocaso, tanto de las castañas regadas con anís e historias tradicionales, como de las calabazas carnavaleras que proponían disyuntivas donde el disenso condenaba a la trampa y el consenso se vestía de golosina infantil.

Tamogante comprendía que su identidad no requería de fin; que el fin no era el nif vital .No obstante, se envolvía con el manto de la melancolía cada vez que llegaba noviembre. Buena semana.



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