domingo, 8 de enero de 2017

nº 182. MANERAS DE MIRAR


nº 182. MANERAS DE MIRAR


Baudilio no puede evitar escupir parte del café con leche que, hasta ese momento saboreaba tranquilamente. Es una mañana de sol tibio, agradable, presagio de una jornada serena. Pero, apenas se ha tomado un sorbo del aromático brebaje, cuando resuena en sus oídos, a modo de trueno, un estentóreo “¡Estoy hasta el coño!”
Baudilio es una persona educada, que no suele utilizar palabrotas en su hablar y que además tiene un gran autocontrol. También posee sentido del humor y no desperdicia oportunidad alguna para celebrar lo que para él es un signo de inteligencia, no siempre considerado así por el orden establecido.
Una vez contempla a vista de pájaro el reguero cafetero por la camisa blanca, Baudilio se vuelve hacia la emisora de tan contundente mensaje y encuentra a una nonagenaria que, móvil incrustado en el oído izquierdo, luce una vena en el cuello a punto de estallar, digna de la más apasionada tertuliana de programa rosa desteñido. Los ojos se salen de sus órbitas y las cejas, escasas y blanquecinas, otorgan fiereza al tener los vellos de punta.
Baudilio se sorprende del coraje que la anciana imprime a sus palabras y de la intensidad con la que pronuncia un “No tengo el chichi para farolillos” que da por concluida la discusión telefónica.
Acto seguido, la mujer se dispone a dar buena cuenta de un suculento sandwich vegetal pertrechada de afilados y relucientes cubiertos mientras un zumo de naranjas frescas y recién exprimidas facilita el tránsito de bocado a bolo alimenticio. 
A medida que la comida mengua en el plato, la expresión de la señora se dulcifica y a punto estaba de dar por concluido el pequeño festín gastronómico cuando se le acerca el camarero, solícito, comprobando que todo es del agrado de aquella tierna viejita que junto con un señor de gesto un tanto distraído y de un descuido manifiesto, a tenor de las manchas oscuras que salpican camisa y corbata, son los dos únicos clientes mañaneros en aquella terraza desde la que se contempla un mar que se embravece por momentos. 
Estaba tan tranquilo el negocio que el empleado se ha permitido ausentarse unos minutos en dirección al kiosko cercano. Se fue sosegado pues a pesar de la distancia por recorrer, mantiene el contacto visual con aquella dulce abuelilla que, de espaldas, tiene, supone él, una entrañable conversación con algún querido pariente; también, abarca desde su ángulo de visión, a aquel varón que haciendo gala de una gran torpeza, salpica de café con leche parte de su indumentaria y estuvo a punto de acabar con el plato y la taza que él minutos antes le había servido. De pronto,al ver cómo aquel hombre giraba su cabeza hacia la angelical mujer con expresión extraña , inquieto, regresa a la terraza lo antes posible, teniendo que sortear la conversación de un amigo con el que se encontró en su viaje de retorno y que se empeñó en contarle de sí y en saber de él.
Afortunadamente, cuando logra zafarse del inoportuno contertulio, en unos instantes se sitúa delante de la clienta a punto de finiquitar el desayuno con la felicidad pintada en su rostro. Al tiempo, por el rabillo del ojo, observa cómo el único cliente masculino de la terraza, en esos momentos, coloca, desordenadamente unas monedas en el lodazal cafetero que había convertido su mesa, otrora inmaculada.
Baudilio se marcha a cambiar de ropa, pues no soporta la suciedad ni el desorden .Piensa que la señora mayor es una  ordinaria redomada pero que dada su edad , no le iba a enmendar la plana.
La señora termina su jugoso segundo desayuno disfrutando de la reacción de desconcierto que había producido en el hombre tan estirado que tuvo la osadía de ocupar la mesa que tanto le gustaba. Había sido un buen rato solo perturbado por la insistencia empalagosa del camarero que no la dejaba en paz. Incluso cuando respiró aliviada, porque lo vio alejarse, sentía su mirada en la espalda.
El camarero acumuló un puñado de anécdotas para contar cuando llegara a casa; en ellas, él ,cual perito en el delicado arte del acomodo y la protección, habría amparado a una mujer desvalida que le recordaba tanto a su abuelita por su delicadeza; y, henchido de orgullo, rememora que, con el desagrado implícito en sus gestos, habría propiciado la huida del hombre turbio, a pesar de su apariencia inicial . ¡A él le iban a engañar!
Maneras de mirar….Buena semana.



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