Angustias contempló el puzzle de 1500 piezas que
evocaba un tiempo, el de unas vacaciones familiares, un espacio, el de un hogar
compartido y un proyecto común, el del encaje de piezas desiguales pero
complementarias. El resultado de la empresa colectiva permanecía enmarcado en
una pared lateral del salón y en él se reproducía un paisaje variopinto de
fresias blancas, amarillas, rosas, anaranjadas, rojas y azules; para Angustias,
estas emisarias primaverales, simbolizaban la pasión por lo íntimo, lo diverso,
el matiz, la gama, en definitiva, la pasión por todo lo que era digno de ser
amado.Eran sus flores preferidas y su presencia le recordaba la fuerza de la
luz por lo que, cada año, cuando marzo asomaba la nariz,aun a veces resfriada,
Angustias iniciaba su peregrinar por las floristerías en busca de su amuleto
vital.
Angustias tomó una copa de vino blanco de aguja, bien frío, en un mediodía
otoñal donde el calor y el color del cielo se empeñaban en negar la estación
oficial. Disfrutaba de una soledad forzosa pero finalmente, apetecible pues su familia
pasaba unos días en Granada, no compartidos por Angustias por, una vez mas,
motivos laborales. A lo largo de los años había tenido varios trabajos y la
calidez del día la transportó a la época en la que compartía con Marcela,
plancha en mano, un pequeño espacio donde alisaban piezas de ropa, ocho horas
diarias. Marcela se consideraba romántica y por eso su vida era un sendero
pavimentado con los adoquines del desamor en los que tropezaba una y otra vez
con las consiguientes caídas. Marcela era tristemente feliz protagonizando en
su culebrón vital los registros de adorada amada, solícita amante o despechada
abandonada, según las exigencias del guión .Lo que Marcela no sabía era ser
feliz desde la pasión serena.Cantaba boleros tristes y lloraba mientras el
sudor perlaba su frente en las tórridas horas del planchado. Imaginaba amores
contrariados o febrilmente correspondidos en los propietarios de las piezas
que, día sí y día también, enrasaba con verdadera pericia.Y siempre terminaba
sufriendo. Marcela tenía 50 años pero no se había bajado de la montaña rusa, propia
de la adolescencia, que entendía como la única atracción posible en la que
podría disfrutar del arte de amar. Por eso Marcela amaba los boleros tristes.
Cierto día, mientras se aplicaba en el aplanamiento de las telas, Marcela contó
a Angustias con visible perplejidad y enojo cómo había visto pasar al que fuera
uno de sus muchos amores rotos y cómo, a pesar de que en el pasado ella había
"jurado que si no era con él, jamás; que esa herida la había de
matar", no pudo recordar el nombre de su antiguo amado.
Angustias se consideraba romántica pero de otra forma. En el momento de la
confidencia de su compañera andaba desorganizando el orden natural de las
estaciones y vivía "un día de abril a los finales de
noviembre".Sonrió y cinéfila confesa desde jovencita y a pesar del afecto
que le unía a Marcela, recordó al mordaz crítico teatral, Addison DeWitt,
magistralmente interpretado por George Sanders y a la convincente rubia de bote
Miss Caswell, asimismo interpretada magistralmente por Marilyn Monroe; ambos en
aquella película también magistral, "Eva al desnudo". El sibilino
censor artístico, en respuesta a un comentario de la fémina de inteligencia
distraída, señaló: "Es un punto de vista, un tanto estúpido pero un punto
de vista".
Angustias desde que visionó esta escena, por primera vez, en un cine de
barrio,la adoptó como mantra personalizado que activaba cuando se encontraba
con la escenificación de tristes boleros, ignorantes de la complicidad
solidaria, de la fertilidad que hace que la suma de uno y uno no sea dos, del
"bosque donde mojar los labios" sin peligro de asfixia y del
compromiso hasta el infinito y mas allá . Por eso Angustias amaba las fresias
radiantes.Buena semana.
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